martes, 26 de octubre de 2010

El sueño de Yanquetruz

Por Sergio Otero


Cuando los indios vinieron, fue del lado de Rojas.
Cruzaron sin apuro el río; al llegar a la otra orilla, las lanzas golpearon las piedras y dejaron un surco en el suelo embarrado. Más allá, a unas pocas cuadras, el pueblo dormía su sueño preñado de futuros. Callados, silenciosos, con el sigilo que precede al griterío y a la matanza, tomaron el camino de las casas, que no supieron despertarse a tiempo.

La carne, la sangre, el castigo divino para el infiel; la sangre, la carne, el sueño de Yanquetruz, la chuza cimbreando al viento; la carne, la sangre y la hostia consagrada en el fuego. Diez, cien incendios esa mañana, y los alaridos de las mujeres y los gritos de los hombres, menos hombres con la moharra clavada en el pecho, menos hombres y la nada: retornaron al polvo. Cien fusiles esa mañana y después el silencio de la muerte y los caranchos en el cielo encapotado. Todos los caminos conducen a Roma, dicen, pero ninguno vuelve del del silencio de las tumbas, ni los cautivos, ni las bestias; ni los muertos. Yanquetruz sueña y sus capitanejos, sus indios y sus renegados, beben, saquean y violan la carne trémula sobre los cuerpos de los hijos asesinados.
Yanquetruz sueña y los hombres bestiales montan sus caballos y cruzan el río con lentitud: el alcohol, las mujeres y los vasos del último réquiem les impiden moverse; con lentitud la pampa se los traga.

En sus montes oscuros Yanquetruz despertará y no recordará lo que soñaba. No sabe que él es el sueño del hombre blanco y que un día los hijos de éstos matarán a sus hijos y a sus nietos y que en la pampa nadie temerá al oír su nombre; y Yanquetruz dormirá para siempre.