domingo, 20 de mayo de 2007

Sobre las fronteras y Tierra Adentro.

En la entrada anterior, escribí algunas observaciones sobre el tema de las correrías de los indios a fines del siglo XIX en el territorio comprendido entre el río Salado al sur de Buenos Aires y la frontera de Río Cuarto al norte, en la provincia de Córdoba. Comprendan que adentrarse más allá de esas líneas geográficas era exponerse al aniquilamiento, a la vejación, al robo y al degüello fatal, y esto en una República civilizada y en franca expansión es inadmisible. La soberbia de estos tiranuelos de la pampa llenos de piojos que eran los caciques más grandes y de sus infames capitanejos, se reflejaba en la enorme extensión de territorio en la cual ellos reinaban a sus anchas y donde el Estado Nacional no tenía injerencia.


Los indios que en estado salvaje vagaban por la pampa, en lo que se denominaba Tierra Adentro, a pesar de los reclamos por supuestos derechos que vociferan algunos de sus descendientes, desconocían el concepto de título de propiedad. Trashumaban siguiendo la caza adonde quiera que ésta se encontrara y en las tolderías más o menos estables vivían del pillaje y de lo que el Gobierno Nacional les entregaba en concepto de tributo, porque de eso se trataba, como en la Roma cercada por los bárbaros que al final la destruirían. Yerba, azúcar, tabaco, y alcohol y carne de yegua para sus banquetes, eran consumidos sin fin en el estómago insaciable de la indiada, agotando los recursos del Estado en esta política cobarde. La famosa Zanja de Alsina con su línea de fortines sumidos en la vagancia y el embrutecimiento es reflejo de la inacción y la confusión de las autoridades de la Nación


El plan de Roca, entonces comandante de la frontera de Río Cuarto, consistente en una acción ofensiva que culminaría con la expulsión o el exterminio de los indios del territorio que ocupaban, constituyó la opción más estratégica para el Estado Nacional, sometido a tributo, rodeado de salvajes y coartado en su expansión.

jueves, 17 de mayo de 2007

La sangre de los argentinos

A veces pienso que la sangre de los argentinos con el transcurrir de las últimas décadas se licuó. Con rabia y tristeza afirmo que nuestra raza no va a producir nunca más un héroe, y que sí lo llegara a producir pronto lo ahogarían. Los escupitajos propinados al monumento del Gral. Roca por parte de una turba de activistas adolescentes, la mayoría seguramente de apellido italiano, así me lo confirman. Un afeminamiento muy lejano de la naturaleza de cualquier nación orgullosa que se precie de serlo campea en todas las clases sociales, sobre todo entre la gente más joven que también es la menos informada; nuestra desgraciada generación es testigo del ablandamiento de una República que un siglo atrás tenía un futuro posible.


El sentir penoso por la suerte de la Patria que expreso más arriba, me nace de la comprensión, adquirida en la madurez, del sentimiento de oportunidades y victorias perdidas. Pudimos ser una Gran Nación, pero todos los triunfos alcanzados en tantos campos de batalla, tanta sangre derramada por los intereses y los derechos de la República nunca nos dieron frutos tangibles, excepto en la epopeya de la larga lucha contra el indio, que tuvo su culmine en la ahora despreciada “Campaña del Desierto”.


Quisiera hacer una observación sobre esta campaña. Los indios no eran unos agricultores vegetarianos y pacifistas, practicantes ecológicos a ultranza, ni una especie de comunidad hippie adoradora de la naturaleza a quienes los cristianos intolerantes les arrebataron su manera de vivir. Guerreros feroces, cubiertos de grasa de potro y con sus tacuaras en ristre, asolaron toda la frontera hasta las postrimerías del siglo XIX, quemando, violando y asesinando sin piedad en nombre de su rapacidad y su crueldad sin límites. Acostumbrados a la proximidad del hombre blanco durante siglos, no fueron capaces de asimilar ninguna de sus buenas costumbres, o su industriosidad; adquirieron sólo los peores defectos de nuestra raza. Valientes en el combate cuando el número los favorecía, no sintieron ninguna inclinación a sembrar una hectárea de maíz o de trigo, dedicándose a saquear o quemar los campos y propiedades de quienes sí lo hacían. Los gritos de las cautivas en las tolderías inmundas y de los hombres y niños degollados en los pueblos que abandonaban entregados a las llamas, eran el broche de oro de sus correrías. Cuando tronó la hora del escarmiento, es de hacer notar el valor con que entregaron sus vidas, por lo menos algunos de sus caciques y capitanejos…

Flaco favor la hacen a Pincén y Calfucurá sus seguidores haciéndolos aparecer como desvalidos e indefensos.