A veces pienso que la sangre de los argentinos con el transcurrir de las últimas décadas se licuó. Con rabia y tristeza afirmo que nuestra raza no va a producir nunca más un héroe, y que sí lo llegara a producir pronto lo ahogarían. Los escupitajos propinados al monumento del Gral. Roca por parte de una turba de activistas adolescentes, la mayoría seguramente de apellido italiano, así me lo confirman. Un afeminamiento muy lejano de la naturaleza de cualquier nación orgullosa que se precie de serlo campea en todas las clases sociales, sobre todo entre la gente más joven que también es la menos informada; nuestra desgraciada generación es testigo del ablandamiento de una República que un siglo atrás tenía un futuro posible.
El sentir penoso por la suerte de la Patria que expreso más arriba, me nace de la comprensión, adquirida en la madurez, del sentimiento de oportunidades y victorias perdidas. Pudimos ser una Gran Nación, pero todos los triunfos alcanzados en tantos campos de batalla, tanta sangre derramada por los intereses y los derechos de la República nunca nos dieron frutos tangibles, excepto en la epopeya de la larga lucha contra el indio, que tuvo su culmine en la ahora despreciada “Campaña del Desierto”.
Quisiera hacer una observación sobre esta campaña. Los indios no eran unos agricultores vegetarianos y pacifistas, practicantes ecológicos a ultranza, ni una especie de comunidad hippie adoradora de la naturaleza a quienes los cristianos intolerantes les arrebataron su manera de vivir. Guerreros feroces, cubiertos de grasa de potro y con sus tacuaras en ristre, asolaron toda la frontera hasta las postrimerías del siglo XIX, quemando, violando y asesinando sin piedad en nombre de su rapacidad y su crueldad sin límites. Acostumbrados a la proximidad del hombre blanco durante siglos, no fueron capaces de asimilar ninguna de sus buenas costumbres, o su industriosidad; adquirieron sólo los peores defectos de nuestra raza. Valientes en el combate cuando el número los favorecía, no sintieron ninguna inclinación a sembrar una hectárea de maíz o de trigo, dedicándose a saquear o quemar los campos y propiedades de quienes sí lo hacían. Los gritos de las cautivas en las tolderías inmundas y de los hombres y niños degollados en los pueblos que abandonaban entregados a las llamas, eran el broche de oro de sus correrías. Cuando tronó la hora del escarmiento, es de hacer notar el valor con que entregaron sus vidas, por lo menos algunos de sus caciques y capitanejos…
Flaco favor la hacen a Pincén y Calfucurá sus seguidores haciéndolos aparecer como desvalidos e indefensos.
El sentir penoso por la suerte de la Patria que expreso más arriba, me nace de la comprensión, adquirida en la madurez, del sentimiento de oportunidades y victorias perdidas. Pudimos ser una Gran Nación, pero todos los triunfos alcanzados en tantos campos de batalla, tanta sangre derramada por los intereses y los derechos de la República nunca nos dieron frutos tangibles, excepto en la epopeya de la larga lucha contra el indio, que tuvo su culmine en la ahora despreciada “Campaña del Desierto”.
Quisiera hacer una observación sobre esta campaña. Los indios no eran unos agricultores vegetarianos y pacifistas, practicantes ecológicos a ultranza, ni una especie de comunidad hippie adoradora de la naturaleza a quienes los cristianos intolerantes les arrebataron su manera de vivir. Guerreros feroces, cubiertos de grasa de potro y con sus tacuaras en ristre, asolaron toda la frontera hasta las postrimerías del siglo XIX, quemando, violando y asesinando sin piedad en nombre de su rapacidad y su crueldad sin límites. Acostumbrados a la proximidad del hombre blanco durante siglos, no fueron capaces de asimilar ninguna de sus buenas costumbres, o su industriosidad; adquirieron sólo los peores defectos de nuestra raza. Valientes en el combate cuando el número los favorecía, no sintieron ninguna inclinación a sembrar una hectárea de maíz o de trigo, dedicándose a saquear o quemar los campos y propiedades de quienes sí lo hacían. Los gritos de las cautivas en las tolderías inmundas y de los hombres y niños degollados en los pueblos que abandonaban entregados a las llamas, eran el broche de oro de sus correrías. Cuando tronó la hora del escarmiento, es de hacer notar el valor con que entregaron sus vidas, por lo menos algunos de sus caciques y capitanejos…
Flaco favor la hacen a Pincén y Calfucurá sus seguidores haciéndolos aparecer como desvalidos e indefensos.
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