martes, 26 de octubre de 2010

El sueño de Yanquetruz

Por Sergio Otero


Cuando los indios vinieron, fue del lado de Rojas.
Cruzaron sin apuro el río; al llegar a la otra orilla, las lanzas golpearon las piedras y dejaron un surco en el suelo embarrado. Más allá, a unas pocas cuadras, el pueblo dormía su sueño preñado de futuros. Callados, silenciosos, con el sigilo que precede al griterío y a la matanza, tomaron el camino de las casas, que no supieron despertarse a tiempo.

La carne, la sangre, el castigo divino para el infiel; la sangre, la carne, el sueño de Yanquetruz, la chuza cimbreando al viento; la carne, la sangre y la hostia consagrada en el fuego. Diez, cien incendios esa mañana, y los alaridos de las mujeres y los gritos de los hombres, menos hombres con la moharra clavada en el pecho, menos hombres y la nada: retornaron al polvo. Cien fusiles esa mañana y después el silencio de la muerte y los caranchos en el cielo encapotado. Todos los caminos conducen a Roma, dicen, pero ninguno vuelve del del silencio de las tumbas, ni los cautivos, ni las bestias; ni los muertos. Yanquetruz sueña y sus capitanejos, sus indios y sus renegados, beben, saquean y violan la carne trémula sobre los cuerpos de los hijos asesinados.
Yanquetruz sueña y los hombres bestiales montan sus caballos y cruzan el río con lentitud: el alcohol, las mujeres y los vasos del último réquiem les impiden moverse; con lentitud la pampa se los traga.

En sus montes oscuros Yanquetruz despertará y no recordará lo que soñaba. No sabe que él es el sueño del hombre blanco y que un día los hijos de éstos matarán a sus hijos y a sus nietos y que en la pampa nadie temerá al oír su nombre; y Yanquetruz dormirá para siempre.

domingo, 17 de agosto de 2008

Comamos sushi con Catriel y el Dalai Lama...

¿No están un poquito podridos  de los tipos que se emocionan con los nombres araucanos  o mapuches?

Sí los indios nos hubieran matado a todos, seguramante querrían llamarse Carlitos. 

¡Déjense de joder!

Claro,  lo indígena es tan "New Age"...

miércoles, 25 de junio de 2008

Sobre militares de la Campaña

En los últimos años, los militares que realizaron la Campaña del desierto y le entregaron a la Patria miles de kilómetros cuadrados para su expansión, enajenándoselas a los indios por la fuerza viril de las armas y la guapeza e hicieron así efectivo el derecho de Soberanía sobre esas tierras, son vistos por algunas personas como un conjunto de carniceros, empleados de alguna oscura corporación extranjera con apetencias sobre nuestros territorios, como rastreros siervos de la oligarquía terrateniente, o como infames milicos, émulos retrospectivos de Videla y Camps. Estas fantasías son resultado de ideologías tendenciosas, cuyos apologistas leyeron mal a los revisionistas, quienes tomaban de los documentos históricos fragmentos inconexos y parciales que ratificasen con la letra escrita sus opiniones del día.
Este tipo de tendencia en la investigación histórica es la que prevalece desde los años 70, difundidas por historiadores "mediáticos" y que, al estilo del viejo Suetonio, se especializan en chismes y en averiguaciones sobre sí tal o cual prócer era homosexual o tenía sangre india: en el caso de que así fuera, lo que no constituye, bajo ningún concepto, clase alguna de mácula, no sé por que razón parecería que los llena de gozo.
De esta clase de material y albañiles se nutren los librescos hijos de Sayhueque y del Che Guevara.

domingo, 22 de junio de 2008

Evocando a los héroes de la Campaña

Napoleón Uriburu, Nicolás Levalle, Conrado Villegas, Eduardo Racedo, Lorenzo Vintter, Ignacio Fotteringham y otros jefes y oficiales de la Campaña del Desierto, evocan, para mí, una imagen como de una patria en albores; y, porqué no, de toda la Argentina de la Gran Expansión, que estaba a punto de despertar de su gran sueño, hacia su Gran Sueño: la realidad de una República pujante y avasalladora. Esas galopadas por los campos de gramilla perfumada, con el tibio sol otoñal levantándoles el rocío allí adelante, por la rastrillada pampa, hasta las orillas del Río Negro, donde la helada y gloriosa mañana del 25 de Mayo de 1879, el Ejercito Argentino le regalaba a la Patria miles y miles de kilómetros cuadrados de tierras, que escondían enormes riquezas en barbecho y alimentaban las más fervorosas esperanzas para el futuro.

viernes, 20 de junio de 2008

Donación de tierras a los veteranos de la Campaña

Terminada la Campaña del Desierto, realizada durante la presidencia de Avellaneda, operación que fue planeada y comandada por su Ministro de Guerra, General Julio Argentino Roca, los jefes, oficiales y tropa de la victoriosa expedición fueron recompensados con cierta cantidad de leguas de tierra en los territorios recuperados para la Patria, libres ya de salvajes y listas para ser roturadas con el arado y limitadas por el alambrado civilizador. Considero dicha cesión como una iniciativa de alto vuelo y escasa proyección, considerando la poca cantidad de soldados-colonos que pudieron ocupar aquellas tierras, y que se hubieran constituido, al estilo romano, en centinelas avanzados y garantías de la soberanía de la República en esas vastas soledades que aguardaban, silenciosas y preñadas de riquezas, a los millones de laboriosos inmigrantes que vendrían en los próximos años.
Cómo otras tantas expectativas, también ésta, en cierto sentido, quedó frustrada. Quizás faltó apoyo del Estado a su propia iniciativa, lo cierto es que ésas tierras fiscales fueron acaparadas por algunas personas y sociedades privadas, convirtiéndose en enormes latifundios; los veteranos sin nombre de la Campaña no poseyeron los medios, o las ganas, de allegarse hasta lugares tan lejanos para cultivar las tierras sin ningún apoyo oficial, y terminaron vendiendo sus parcelas.
De ninguna manera debe renegarse de la iniciativa privada, que fundó, en esos territorios desiertos, prósperos establecimientos agrícolas y ganaderos, como la estancia “La Larga”, en el Partido de Guaminí, que perteneciera al general Roca y que recibiera en recompensa por sus servicios a la Patria, después de que terminara su primera presidencia (1880-1884)
En los Estados Unidos se dio un caso de similares características, pero de muy distinto resultado. Cuando fue promulgada la llamada “Ley de Arrendamiento de Tierras”, durante la primera presidencia de Abraham Lincoln (1861-1865), fueron muchísimos los que abrieron el camino hacia el Oeste. La Nación Norteamericana reunificada después de la Guerra de Secesión, emprendió la conquista de su hinterland con los servicios de la casa Remington y los brazos fuertes de millones de sus campesinos; la Ley de Arrendamiento establecía que a cada colono le fueran concedidos 40 acres de tierra, un par de mulas y herramientas de labranzan, con el solo compromiso de cultivarlas durante 5 años. Así se poblaron estas comarcas con industriosos inmigrantes europeos, dando origen a una clase de campesinos-propietarios que con el correr de los años, conformaron la base de la fortaleza y los recursos inagotables de los Estados Unidos.
Es de lamentar el contraste entre los resultados de una y otra iniciativa; pero es algo a lo que estamos acostumbrados en esta República de las Cosas que Pudieron Haber Sido.

sábado, 31 de mayo de 2008

¿Leyenda Negra?

¡Gloria a los capitanes de Castilla y de México!
Sí la leyenda Negra no existe...
Dos civilizaciones poderosas se enfrentaron; una sojuzgó a la otra.
Poca tela quedaría a los "indigenistas" si Cortés hubiera muerto en la Noche Triste...

domingo, 20 de mayo de 2007

Sobre las fronteras y Tierra Adentro.

En la entrada anterior, escribí algunas observaciones sobre el tema de las correrías de los indios a fines del siglo XIX en el territorio comprendido entre el río Salado al sur de Buenos Aires y la frontera de Río Cuarto al norte, en la provincia de Córdoba. Comprendan que adentrarse más allá de esas líneas geográficas era exponerse al aniquilamiento, a la vejación, al robo y al degüello fatal, y esto en una República civilizada y en franca expansión es inadmisible. La soberbia de estos tiranuelos de la pampa llenos de piojos que eran los caciques más grandes y de sus infames capitanejos, se reflejaba en la enorme extensión de territorio en la cual ellos reinaban a sus anchas y donde el Estado Nacional no tenía injerencia.


Los indios que en estado salvaje vagaban por la pampa, en lo que se denominaba Tierra Adentro, a pesar de los reclamos por supuestos derechos que vociferan algunos de sus descendientes, desconocían el concepto de título de propiedad. Trashumaban siguiendo la caza adonde quiera que ésta se encontrara y en las tolderías más o menos estables vivían del pillaje y de lo que el Gobierno Nacional les entregaba en concepto de tributo, porque de eso se trataba, como en la Roma cercada por los bárbaros que al final la destruirían. Yerba, azúcar, tabaco, y alcohol y carne de yegua para sus banquetes, eran consumidos sin fin en el estómago insaciable de la indiada, agotando los recursos del Estado en esta política cobarde. La famosa Zanja de Alsina con su línea de fortines sumidos en la vagancia y el embrutecimiento es reflejo de la inacción y la confusión de las autoridades de la Nación


El plan de Roca, entonces comandante de la frontera de Río Cuarto, consistente en una acción ofensiva que culminaría con la expulsión o el exterminio de los indios del territorio que ocupaban, constituyó la opción más estratégica para el Estado Nacional, sometido a tributo, rodeado de salvajes y coartado en su expansión.

jueves, 17 de mayo de 2007

La sangre de los argentinos

A veces pienso que la sangre de los argentinos con el transcurrir de las últimas décadas se licuó. Con rabia y tristeza afirmo que nuestra raza no va a producir nunca más un héroe, y que sí lo llegara a producir pronto lo ahogarían. Los escupitajos propinados al monumento del Gral. Roca por parte de una turba de activistas adolescentes, la mayoría seguramente de apellido italiano, así me lo confirman. Un afeminamiento muy lejano de la naturaleza de cualquier nación orgullosa que se precie de serlo campea en todas las clases sociales, sobre todo entre la gente más joven que también es la menos informada; nuestra desgraciada generación es testigo del ablandamiento de una República que un siglo atrás tenía un futuro posible.


El sentir penoso por la suerte de la Patria que expreso más arriba, me nace de la comprensión, adquirida en la madurez, del sentimiento de oportunidades y victorias perdidas. Pudimos ser una Gran Nación, pero todos los triunfos alcanzados en tantos campos de batalla, tanta sangre derramada por los intereses y los derechos de la República nunca nos dieron frutos tangibles, excepto en la epopeya de la larga lucha contra el indio, que tuvo su culmine en la ahora despreciada “Campaña del Desierto”.


Quisiera hacer una observación sobre esta campaña. Los indios no eran unos agricultores vegetarianos y pacifistas, practicantes ecológicos a ultranza, ni una especie de comunidad hippie adoradora de la naturaleza a quienes los cristianos intolerantes les arrebataron su manera de vivir. Guerreros feroces, cubiertos de grasa de potro y con sus tacuaras en ristre, asolaron toda la frontera hasta las postrimerías del siglo XIX, quemando, violando y asesinando sin piedad en nombre de su rapacidad y su crueldad sin límites. Acostumbrados a la proximidad del hombre blanco durante siglos, no fueron capaces de asimilar ninguna de sus buenas costumbres, o su industriosidad; adquirieron sólo los peores defectos de nuestra raza. Valientes en el combate cuando el número los favorecía, no sintieron ninguna inclinación a sembrar una hectárea de maíz o de trigo, dedicándose a saquear o quemar los campos y propiedades de quienes sí lo hacían. Los gritos de las cautivas en las tolderías inmundas y de los hombres y niños degollados en los pueblos que abandonaban entregados a las llamas, eran el broche de oro de sus correrías. Cuando tronó la hora del escarmiento, es de hacer notar el valor con que entregaron sus vidas, por lo menos algunos de sus caciques y capitanejos…

Flaco favor la hacen a Pincén y Calfucurá sus seguidores haciéndolos aparecer como desvalidos e indefensos.